I.
No sé cómo llegamos a eso. De asegurar lo contrario, sería un mentiroso. La maestra lo dijo sin más y de súbito volvimos al mundo ordinario. Estábamos en clase de gramática y yo, como de costumbre, caminaba por los recovecos de mi mente. Nada cautivaba mi atención, ni siquiera las ensoñaciones; mis pensamientos (confusos, tediosos, circulares) me abrumaban. Fue aquella frase la que me sacó del trance. Apenas escuché el nombre de Dostoievski, la curiosidad volvió a habitar mi cuerpo. «La belleza salvará al mundo», dijo la maestra. «Eso es lo que escribió Dostoievski en El Idiota». Y así como ocurre cuando nos encontramos ante lo sublime, no pude menos que expresarme en buen francés, diciendo hacia mis adentros: ¡no mames, cabrón!
Cuando la clase terminó e hice el camino de vuelta a casa —sólo hasta entonces— entendí que, a pesar de la impresión, no acababa de comprender la frase. ¿Cuál belleza? Pero aún más importante: ¿Cómo es que iba a salvar al mundo? Además, ¿salvarlo de qué, de quién? Esa noche no llegué muy lejos en mis meditaciones y preferí dejar el asunto por las buenas. Los días transcurrieron y, al cabo de las semanas, la cita quedó sepultada y no volví a pensar en ella. No fue sino hasta hace poco que, luego de ver en León Del Mago al Loco (una obra de teatro maravillosa), la frase regresó a mí con una fuerza y vitalidad inusitadas.
II.
La segunda fecha de la obra cayó en viernes. Ámbar, Lael y yo nos dirigimos a la Plaza de Gallos, en el centro de León. Mientras hacíamos fila, pensaba en todo lo que Ámbar me había contado al respecto: los actores (representando a los arcanos mayores del tarot) iban a replicar el viaje del héroe, ese recorrido que empieza con El Loco y acaba en El Mundo; una odisea capaz de ofrecerle al viajero el conocimiento de sí mismo. Yo imaginaba que El Loco iba a protagonizar esta aventura, no obstante escogieron a una persona del público: una chica llamada Roci.
El personaje del Mago le explicó que estaba allí para guiarla en un viaje importantísimo. Ella debería de pasar por cada uno de los arcanos, aprendiendo de ellos lo necesario para alcanzar su objetivo. Tras explicar quién era, El Mago le hizo a Rosi algunas preguntas: ¿Qué es la sabiduría para ti?, ¿Qué entiendes por lo que es arriba es abajo, y lo que es abajo es arriba?, ¿Qué piensas cuando digo lo que fue, ya es, y lo que será, ya fue? Ella contestó y, antes de irse, el arcano concluyó: «Recuerda, Rosi: no es el final del viaje lo que importa, sino el viaje mismo». Y de este modo se inauguró la travesía.
Describir lo que sucedió entre el principio y la conclusión de la pieza, es algo realmente indescriptible. Sólo puedo decir que al final, tras una serie de acontecimientos lo mismo terribles que gloriosos, la viajera llegó al Loco, que en este caso es llegar a la libertad. Este arcano, libre del resto y de sí mismo, es capaz de escoger su vida porque ahora tiene el conocimiento y las herramientas necesarias para hacerlo. Que en la obra haya aparecido al final (adelante del Mundo) y no al principio, como en el orden tradicional, fue bastante significativo; se diría que, después del Mundo, llegamos a nosotros mismos. Entonces el viaje concluye y la recompensa es total: al fin sabemos quiénes somos y podemos elegir nuestro destino. Si este no es un final feliz, no sé cuál pueda serlo.

III.
La mayoría de las veces olvidamos que aun en los tiempos oscuros hay vida. El dolor, la agonía, la tristeza, el sinsentido, por muy desgarradores, son formas de experimentar nuestra existencia; negar su mundo, es negarse a vivir. El valor de cada extremo le da sentido al otro. Sin la existencia del uno, el otro pierde toda su dimensión. A este respecto, Ursula K. Le Guin escribió: «Si evades el sufrimiento, también evades la posibilidad de alegría. Puede que obtengas placer, o placeres, pero no te realizarás. No sabrás lo que es volver a casa».
Ámbar, Lael y yo salimos a la calle tocadísimos. Nuestras emociones se hallaban en su grado máximo, conviviendo todas al mismo tiempo. La noche caía de lleno sobre el centro de León y nosotros sentíamos que éramos nada, que éramos todo. Teníamos que hablar, era importantísimo que habláramos largo y tendido sobre la obra. De tal suerte que acabábamos en la terraza de un bar llamado El museo del viento.
Discutimos nuestras experiencias y los respectivos puntos de vista; reflexionamos desconsolados entre copas y, aun cuando dejamos de hablar sobre la pieza, seguimos hablando de ella. En ese rato, igual que cuando me encontraba en la Plaza de Gallos, me di cuenta de que estaba experimentando un vemond. El deseo de habitar ese momento, de levantar allí mismo una casa y vivir por siempre en ese lugar, no hizo más que ponerme triste, pero la tristeza confirmó cuán feliz me hallaba en ese instante. Fue justo ahí cuando recordé la frase de Dostoievski y algo tuvo más sentido que entonces.
IV.
¿Qué sería del mundo sin la belleza? ¿Qué de nosotros sin su faz gloriosa y divina? Tal vez poca cosa, si no es que un puñado de nada.
Ringo Yáñez