A finales de los años sesenta la élite literaria, comandada por Octavio Paz, mermaba el ascenso cultural de una nueva generación de escritores. En esa época, los jóvenes poetas lo tenían muy claro: Alienarse al estatus cultural en pro de ser reconocidos, representaba una deslealtad a ellos mismos y sobre todo, alta traición a su ideal de poesía.
Aportación, columna cultural por Pako Henson

A sabiendas de las pocas oportunidades que convocaba el panorama cultural, está pléyade irrumpió en el centro literario, al más puro estilo de la Primavera de Praga, desafiando las estructuras culturales, los padrinazgos y las copias estilísticas, representadas, desde entonces, por la gran figura de las letras mexicanas.
Octavio Paz concentraba la mayor parte de la hegemonía literaria del país. Las altas esferas del gobierno, confiadas en el prestigio del premio Nobel, le cedieron la figura del intelectual por antonomasia. Él era quien facilitaba u obstruía el camino para quienes consideraba merecedores o no.
El conflicto se desató, paradójicamente, en una lectura del Encuentro de Generaciones organizado por la UNAM. El público escuchaba recitar al astro poeta con esa cadencia lenta y cansada, que por años, fue la regla no escrita para leer poesía en voz alta. No hay testimonios, pero estoy seguro que esas lecturas eran reuniones canónicas a las que se asistía con la solemnidad de los funerales.
En medio de aquel sepelio, el poeta pronunció la palabra “Luz”. Fue entonces cuando José Luis Benítez, Búnker (1949- 1980), se puso de pie y gritó: ¡Mucha luz! ¡Viva la luz! ¡Yo quiero luz, que dance luz, que venga la luz!
Al verse interrumpido, Paz, contestó de mala gana:
―¿Qué tiene contra mí?
―Un millón de cosas―respondió el joven, Benítez.
Contrario a la imagen atenta y generosa que se tenía de Don Octavio, este, se remangó la camisa y como el peso pesado que era, intentó llegar hasta Búnker, quien no aguantaba las ganas de tener frente a frente al tlatoani de las letras para reclamarle, no de buena gana, las pocas oportunidades que había para su generación.
Los seguidores de Paz ―lambiscones de primera, que seguían al poeta como un halo de mosquitos― fueron quienes se precipitaron al encuentro de Búnker y los suyos. Al final de la trifulca, los chupasangre terminaron con varios golpes en la cara y los infrarrealistas, declarando una guerra que no podrían ganar.
Este atentado contra la figura intocable más allá de un suicidio cultural, fue un gesto romántico cargado de significado. Un acto que el joven Paz (trotamundos, desempleado, enamorado, malquerido, traicionado y artista) aplaudiría. Sobre todo, fue un gesto, que el propio Octavio jamás lograría concebir. Porque Paz fue un cursi, pero nunca un romántico y por eso, por su propiedad de hombre calzado a su tiempo, nunca se hubiera atrevido a realizar una irreverencia de tal escala.
Hoy vemos la fotografía, el instante preciso de la subversión de estos jóvenes poetas y, seguramente, a más de alguno se nos llena la boca de sonrisa y la cabeza de sentido. Nos consta que el arte destruye estructuras, rompe tradiciones y busca nuevas formas de renacer. Ojalá que ahora las figuras culturales contemporáneas cobijen a las nuevas generaciones de artistas y si no coinciden con sus ideas o propuestas, esperemos que al menos, las dejen fluir.