Crónica de este Verano

I. Este verano, después de casi una década, volví a ver a mi familia de Cuernavaca. Ni las muertes más significativas ni las fiestas de mayor importancia fueron capaces de reunirnos en todo este tiempo. Si así fue desde entonces, ¿por qué juntarnos ahora?, pensé al bajar del taxi, viendo entre los árboles la casa donde pasé algunos períodos de mi niñez. Al contemplarla de lleno, la memoria echando luz en la oscuridad, experimenté un déjà vu. Esta sensación, a pesar de su fuerza, se desvaneció en cuanto descubrí a mi tía envejecida y a los primos barbones abiertos de brazos en la entrada; ni ella era la mujer de ojos brillantes que recordaba, ni ellos los niños con los que jugaba a los soldaditos en el patio trasero. Lo único que encontré intacto (cosa curiosa) fue la casa: era la misma catedral de madera que conservo en mis recuerdos.

A la hora de la comida, después de una conversación en la que se evocaron épocas remotas, emitiendo clásicos del tipo «oye, pues cómo ha pasado el tiempo, ¿verdad?», mi mamá vociferó (no podía faltar la imprudencia): «¿cómo ves, Ringo?, de aquí sacas material para un cuento, ¿no?». Al escuchar esto la tía palideció. «Sí, agregó mi mamá, es que aquí Ringo es el escritor de la familia». La tía estuvo a punto de abrir la boca pero el menor de mis primos le robó la palabra: «Así como tu novio, má» y, tras un silencio abrupto, se entregaron a las risas. Ya que nosotros no entendimos el chiste, nos contaron la historia de aquel novio.

Fotografía: Sara Faya (@________safalex)

Resulta que a finales de los 90, cuando yo era igualita a Catherine Denueve, la tía empezó a salir con un muchacho dos años mayor que ella. Tenía barba de candado y el cabello largo. Le gustaba mucho leer, siempre traía un libro en la mano. Qué raro, pensé, los novios de mis tías siempre han sido ingenieros. El caso es que el novio quería con todas sus fuerzas ser un escritor. Cuando se conocieron él ya llevaba dos años trabajando una novela de caballería. Cada noche se ponía a escribir sin parar. Fue una relación bastante linda pero después de dos años cortamos. Resulta que el tipo se ponía unas borracheras terroríficas y esto ya no le gustó a mi tía. Intentamos reconciliarnos pero ese día llegó tomado y mejor lo corrí, hasta me dejó su mochila toda vomitada. Esa misma noche murió atropellado. Su cuerpo quedó hecho jirones. «Te voy a enseñar uno de sus cuadernos, concluyó mi tía cambiando radicalmente el tono de su voz, a lo mejor te gusta cómo escribía».

II. El mentado cuaderno era de color negro. Entre sus hojas (un poco amarillentas) se encontraban recortes de periódico y papeles sueltos. No eran más que 20 o 30 cuartillas las que tenían texto. Pronto comprendí que se trataba de un diario. Lo leí todo y, antes de regresarlo, le saqué foto a varias entradas. Dos de las cuales, encontrándolas magníficas, transcribo aquí.

Miércoles 6 de enero, 1999

Me doy cuenta de que todavía me queda mucho por hacer con la novela. Creí que la estructura estaba totalmente cubierta y que sólo era necesario llenarla; pero a medida que he avanzado, se abren puertas y ventanas; cuando menos lo espero, los conflictos argumentales se manifiestan. Esto va para largo, no hay dudas al respecto. En cuanto acabe de corregir el primer borrador, esperaré hasta invierno para seguir trabajando. Si todo sale bien, termino el viernes. Trabajé sin falta y con gran dedicación las cuatro semanas en Veracruz (siempre de noche) y veo preciso salir del fuego de la novela; ¿cómo es posible que algo en ciernes, en apariencia inofensivo, tenga tantas repercusiones en una persona?

Hablando en cafés con los amigos de Ramón, quienes también comparten el interés por la escritura, llego a la siguiente conclusión: la mayoría de las personas que he conocido y desean volverse escritores, le tienen miedo al fracaso, a no dar la talla, a que lo puesto en el papel sea algo vano, y esto los paraliza, los hace negar su deseo. Yo también tengo sufro estas cosas, son demonios concretos para mí. Lo que pasa es que siempre puede más mi hambre. Ésta no sólo es proporcional a mi pasión, sino que también a mi necedad. Me aferro porque lo llevo en la sangre. No importa qué ocurra en el instante en que escribo. Da igual si lo hago a ciegas o tentado por quemar el papel apenas termine una oración. Persisto ante la hoja aunque los peores destinos desfilen a través de mi mente. Pase lo que pase voy a escribir. Los monstruos me ven y yo los veo de vuelta pero sigo escribiendo, tiemblen o no las piernas. Ribeyro dice: “Diríase que la gloria literaria es una lotería y la perduración artística es un enigma. Y a pesar de ello se sigue escribiendo, publicando, leyendo, glosando”.

¿Qué se le va a hacer? Esto es lo que me tocó escoger en la vida. Una vez dentro, dijo Céline, hasta el cuello. Hay que seguir este lema al pie de la letra. Después de todo estamos aquí para morir, ¿no es cierto? Lo menos que podemos hacer es retarlo todo. No importa el resultado. Si la muerte es el fracaso, aun gloriosos y laureados como los grande poetas, estamos destinados a perder la guerra; sólo somos capaces de saborear la victoria de las batallas. El resto es literatura (?).

Lunes 11 de enero, 1999

Es la 1 de la tarde. Estuve trabajando en la novela desde las 10 hasta las 12 y media. En cuanto acabé me fui a bañar con una pregunta en la cabeza: ¿por qué me empeño tanto en sacar adelante la novela? Con el agua tibia purificando el cuerpo y la mente de cualquier cosa relacionada a las cuestiones concretas de la novela, empiezo a reflexionar: ¿por qué insisto tanto en corregir y transcribir ese bonche de hojas rayoneadas que cada vez presenta más y más problemas? Entonces recuerdo el silencio de anoche, un silencio de ultratumba que tuvo lugar mientras leía a Vargas Llosa. “Tal vez el atributo principal de la vocación literaria sea que quien la tiene vive el ejercicio de esa vocación como su mejor recompensa (…) el escritor siente íntimamente que escribir es lo mejor que le ha pasado y puede pasarle, pues escribir significa para él la mejor manera de vivir”. Doy fe de ello, sí, y de cualquier modo me aferro a la idea de que lo normal es leer; escribir es algo más. Mi abuelita dice que soy igual de necio que mi abuelo y que todos mis tíos, tal vez esto explique la razón por la que cada día me enfrento dos, tres o hasta cuatro horas a la novela. Más me valdría invertir mi tiempo en otras ocupaciones, pero es inútil: cada mañana me descubro sentado al escritorio, trabajando como un poseso que ignora todo lo que lo rodea, todo lo que podría estar haciendo en lugar de empeñarse a vida o muerte contra la mentada novela.

Autor: Ringo Yáñez

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