I. La primera vez que leí el nombre de Bernardo Couto Castillo fue en una antología de la poesía mexicana del siglo XIX hecha por José Emilio Pacheco. Su aparición, como una estrella fugaz en la noche de los poetas modernistas, se debe a la dedicatoria que le hace Amado Nervo en su poema Oremus (dedicatoria nada casual si consideramos el contenido de los versos). José Emilio Pacheco hace una nota al pie de página al respecto de esta dedicatoria y dice: “Bernardo Couto Castillo (1880-1901), fundador de la Revista moderna, publicó un solo libro, Asfodelos, a los 17 años , y murió a los 21 , víctima de las drogas y el alcohol”.
Incluso cuando muchos de los escritores de ese siglo frecuentaran el alcohol y las drogas con una avidez que nos haría decir, como buenos mexicanos, un gran ay, güey, ninguno de ellos se hundió en el vicio tanto como el joven Couto. Y esto, que quede claro, no es ningún elogio. Para lo único que esto nos sirve es para confirmar que aun a tan temprana edad, debido al mundo en el que seguramente se movía, el mexicano pudo retratar tanto crimen y tanta maldad con semejante detalle; eso, o el genio que extrajo de sus lecturas le ayudó a cruzar el umbral del horror. Una opción más coherente sería la de considerar ambas posibilidades. Un poco de esto y un poco de aquello, pues de otro modo no se explica el asunto sino como un hecho insólito.

II. No exageraríamos al asegurar que los cuentos de Bernardo Couto Castillo recopilados en Asfodelos son un caso excepcional en la literatura mexicana del siglo XIX (por no decir en toda la historia de nuestra literatura). No hay duda de que el autor, que además era un chamaco con todas las de la ley, se salió del molde gracias a las influencias que recopiló de Europa. Asuntos como la muerte, el amor, la obsesión y la locura se convierten bajo sus palabras en otra cosa; una cosa que, hasta donde sé, no había tenido lugar en la producción nacional. Cualquiera de los modernistas que se ajustaban el corbatín, bebían absenta y se hacían llamar decadentistas, seguro se quedaron fríos al ver lo que ese chamaco plasmó en sus cuentos.
Con todo, parece que la historia le ha jugado chueco a Couto Castillo, aunque quizá él se lo buscó, no nos vamos a engañar, pues como nos lo demuestra la nota al pie de página de José Emilio Pacheco (que bien podría ser, de un modo generalizado, la mirada de todos los lectores), el tipo no es más que una curiosidad de su tiempo; un joven de talento precoz que escribió un par de cosas y se murió por vicioso. Tal vez, después de Rimbaud, nada nos sorprende; a Rimbaud le rezamos todas las noches y le pedimos que no deje que nuestros cuerpos vayan a la tumba sin antes haber experimentado la vida con toda su intensidad, pero a Couto, ¿Qué le podríamos pedir?
III.
El valor que tiene la obra de este muchacho radica en su fluidez como narrador y la osadía con la que expone los temas y escenarios tan atroces y grotescos que aparecen en sus cuentos. Aunado a esto, la sensualidad de su escritura es innegable. Se trata de una sensualidad que Lautreámont llamaría las delicias del mal y que radica en envolver al lector, de modo que mientras lee algo horrible no pueda despegar los ojos del texto porque lo que se lee simplemente es fascinante. “¿No es verdad, amigo mío, que en cierto modo mis cantos han despertado tu simpatía?”, le pregunta Maldoror a sus lectores, y lo mismo podría preguntársenos en estos cuentos.
Autor: Ringo Yáñez