Teniendo hasta los caldos constitucionalizados, vamos a exigir su cumplimiento

Todos hemos escuchado a cerca de la Constitución, de los derechos que ella contiene y podemos pensar vagamente en el papel de ésta cuando la autoridad nos ofende; “…la están violando”, decimos.

Si nos violan a nosotros, la violan a ella. Y siendo nosotros escritos en ese papel resultamos inviolables. Eso es la Constitución, pero siguiendo las ideas de gente realmente brillante no podemos negar que no estamos solos en ese encuadernado centenario, porque si bien los soberanos somos nosotros, alguien tiene que gobernar a nuestro encargo. Y justo por ese encargo se ha organizado el gobierno añadiendo páginas al texto sobre cómo funcionará para nosotros y para sí mismo. Entonces se presenta un efecto curioso cuando estas dos partes interactúan entre sí: la obligación del que gobierna para siempre actuar frente a nosotros, la inspiración, conforme a la Constitución. En cristiano eso significa que donde no haya rieles, el tren gubernamental no puede pasar.

Fotografía: John Swain

            Por propia experiencia todos sabemos que la Constitución hoy significa una herramienta para que el gobernante de turno pueda gobernar. Cada semana se reforma, cada cuánto se hace una página más gorda por los agregados que nuestros representantes hacen. Cerillos, pulque, detalles y minucias se han agregado y realmente nadie sabe qué sentido tiene estén allí, pero están bien presentes todos. Esta práctica ha dejado una cultura de reforma Constitucional muy fuerte y dominante porque; dice Edmundo O´gorman:

«En Apatzingán nace para nosotros la tendencia tan patente en nuestro fervor legislativo de ver en la norma Constitucional un poder mágico para el remedio de todos los males, porque en el fondo de esa vieja creencia, está la vieja fe dieciochezca de que la ley buena no es sino trasunto de los secretos poderes del universo.”

Y esa esperanza de encontrarnos con la Constitución correcta para por fin resolver todos nuestros problemas alimenta más esa tendencia de agregados constitucionales, por una parte para poder tener acceso a ellos y por otra para confiarle a la gracia y omnipotencia del texto su destino. Esto también deja en manos de unos pocos la mayoría de los asuntos. Le llamamos centralismo.

            Ahora, existen dos actividades que de hecho tocan la Constitución. La adición (que ya conocemos) y la reforma, que es la sustitución o la eliminación de un texto por otro. Pero el pequeño gran detalle es que es intocable el mandamiento subyacente que es lo que le da vida a la Constitución propiamente. Estos mandamientos son las decisiones políticas fundamentales que identifican a una nación como soberana y particular. Los grupos poderosos y en sí cualquier masa medianamente homogénea con intereses particulares presionan para ver reflejados esos intereses en la ley suprema y asegurar la supervivencia en el tiempo. Tenemos a nuestra propia Constitución actual como ejemplo que acoge los valores sociales y del trabajo que la caracterizan como los mandamientos supremos de la colectividad que los aseguró y elevó al nivel de majestad.

Por lo que todas esas reformas hechas pueden y de hecho muchas veces violan los mandamientos originales de la Constitución no cambiando el texto solamente. Pero esta cultura de la extrema flexibilidad del documento puede no representar un problema para nosotros los mortales si consideramos que podemos adquirir la necesaria cultura constitucional para construir la identidad ciudadana tan solo protegiendo a capa y espada de cualquier adición o reforma (entera o parcial) de las conquistas políticas originales. Plenamente diferenciando entre Constitución (como decisiones fundamentales de un pueblo o nación) y Ley Constitucional (texto reglamentario base).

Teniendo hasta los caldos constitucionalizados, vamos a exigir su cumplimiento.

Autor: Ezequiel García

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