MJ WATSON* (aporte de colaborador externo)

A los viejos no les gusta el internet –a un porcentaje considerable de personas mayores de cincuenta años, quise decir- y en cierta medida puedo comprenderlos. La caída de los medios de comunicación tradicionales tan anunciada por visionarios, economistas esnobs, chamanes y otras retorcidas especies de la fauna mediática aún no ha ocurrido a causa de las personas que se cuentan en ese rango de edad –Que, cabe decir, son justamente el rango de edad más adinerado en promedio –
No me gusta coincidir mucho con la gente mayor en lo personal; sin embargo, entre sus discursos más coherentes en contra de la modernidad, está el cambio en la forma de opinar que trajo consigo la revolución informática. Los canales informativos confiables dejaron de buscar las versiones más eclécticas y analíticas de la realidad –Al menos en la teoría-, en pos de otras sesgadas, subjetivas y tendenciosas. Entonces, perdió sentido cualquier preparación ética y profesional de esta labor, lo que hizo que el valor “nutricional” de las opiniones se democratizara completamente, llevándonos a crear el concepto de “posverdad”.
En fin.
De un tiempo a la fecha los memes pasaron de ser una deliciosa fuente de sano entretenimiento para toda clase de público en la que cualquier tipo de humor era muy bienvenido, a una máscara de subtextos y confabulaciones ideológicas muy frágiles y muy explosivas. Se trata de una muestra de inteligencia y creatividad de la gente que ya quisieran tener los artistas contemporáneos, sí, pero poco a poco, el fascismo acecha emulando la vieja frase “Entre broma y broma, la verdad se asoma”.
No censuro el acto de opinar que tenemos absolutamente todos los ciudadanos, micos y alienígenas que habitamos este planeta –Eso sí sería fascista-, me quejo del enardecimiento que puede alcanzar la opinión común cuando se le da trato al meme como a una verdad sólida e incuestionable. Y es cierto que la sátira encarna perfectamente esa necesidad de ridiculizar las partes más fatídicas de la realidad para poner bajo la lupa un hecho que puede avergonzar al que maneja algún tipo de poder. Sin embargo, una sátira bien hecha se sostiene por sí sola; no recibe críticas, tan solo intentos malintencionados para descalificarla por contener una verdad que sí es sólida, y que si duele aceptar.
Atacar opiniones es parte del acto de opinar, y mientras la libertad para que todas las personas pueden seguir haciéndolo continúe, habrá un mérito real que trascienda nuestro tiempo. Pero la gloria de pensar diferente se está viendo amenazada por la creación de un establishment social en línea que aplasta las voces de los que conforman la diversidad –Que tanto dicen defender los progresistas-, creando una polarización brutal en los juicios de valor asociados a la manera de pensar, que hace a la inteligencia sinónimo de vox populi.
Desprovistos de sentido crítico, los internautas más influenciables pasan a alimentar a la horda de anónimos que escriben y comparten publicaciones sin pensar en la coherencia real del contenido al que acreditan como legítimo. Poco a poco, los que hacen más ruido hacen aún más ruido, y los más silentes cierran un poco más sus bocas.
¿Qué más podía esperarse de una sociedad con un sistema económico como este? El neoliberalismo social llegó para quedarse, y la desigualdad -Con la acepción de “equidad”- es la única constante en casi cualquier rubro de la maravillosa maquinaria promocionada como “cultura occidental”.
Seguir hablando y seguir hablando es el único antídoto. Que a la hora de pensar seamos el Dalai Lama; a la hora de opinar seamos mil altavoces en un mercado; y a la hora de pelear, seamos al unísono, un millón de espartanos.
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